måndag 23 maj 2011

“La Cultura Fariana”. Tres novelas del guerrillero GABRIEL ANGEL

Noche Cultural en el campamento.
FOTO: D.E.

“La Cultura Fariana” es una parte indispensable dentro de la actividad político-militar de la guerrilla de las FARC. Cada periodista que haya visitado un campamento de la guerrilla, se sorprende al ver cuando los mandos guerrilleros reunen a todos los combatientes y se sientan en su aula.

Sube el primer guerrillero y si es capaz de no estar nervioso antes y durante un combate con el enemigo en el campo de batalla, pues se nota que sí se encuentra casi asustado para estrenar su nuevo poema.  Un poema en cuyas líneas ha escrito arduamente, durante toda una semana, para oficializarlas ese miércoles, que es el Día Cultural en la guerrilla. Y hace la presentación ante  sus camaradas.

Uno se sorprende por el profundo contenido de pensamientos y sentimientos acumulados, no solamente durante su estancia en la guerrilla, sino por la transmisión de sensaciones a través de una vida como campesino, obrero, estudiante ocolombiano común.

Abajo mostramos la obra de uno de los más destacados poetas y novelistas de la guerrilla, GABRIEL ANGEL, quien presenta tres nuevas novelas. Me imagino que esa parte del movimiento político-militar más antiguo en Latinoamérica,  no es  publicada en los grandes medios.

Pero ahí está la cultura, como parte de la formación de los combatientes que muchas veces es tan importante como el ABC del marxismo o el manejo del fusil.


Dick Emanuelsson
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1) La caída del guerrero

Por GABRIEL ANGEL, poeta y guerrillero de las FARC-EP
Montañas del Magdalena Medio, 19 de mayo de 1.998
21/05/2011

A
l principio Romaña tuvo vacilaciones serias acerca de lo que realmente sucedía. Descartó que soñaba porque el tiempo transcurrido en aquellas tinieblas era demasiado largo. Sus sueños siempre habían sido breves, y en ellos la sucesión de los acontecimientos lo trasladaba de una situación a otra en forma desordenada, mientras que aquí, la conciencia de hallarse sumido en la más absoluta oscuridad se prolongaba indefinidamente sin principio ni fin. No entendía bien cómo había resultado metido en aquel universo negro. Sólo sabía que estaba allí y que no veía nada, no escuchaba nada, no olía nada. Inicialmente pensó que estaba muerto, que esa era la muerte, pero desechó esa sugestión cuando no obstante haber intentado en vano contar los dedos de su mano que ubicaba frente a sus ojos, descubrió que al posarlos sobre su rostro los sentía. Tenía la certidumbre de que las almas no palpaban, de que todo cuanto intentaran tocar sería traspasado por ellas. Al menos eso había escuchado desde niño cuando sus padres, tíos y abuelos conversaban en la finca sobre esos temas. Pero él sintió perfectamente su cara, sus dedos y todo el resto de su cuerpo, cuando inquieto por la duda deslizó sus manos por sus brazos, sus piernas, su cabeza y su tronco. En voz baja se dijo: “Estoy vivo”. Y tras pensarlo unos instantes, agregó: “Y no estoy herido”. Decidió que lo mejor era esperar. Muchas veces se presentaban cosas que no se podían entender y frente a las cuales la primera reacción era el reclamo por una explicación. Después, cuando ya todo resultaba claro, se caía en cuenta de lo imprudente que había sido obrar de esa manera, y se deseaba mejor no haber abierto la boca, pues con ello sólo se conseguía disminuir la opinión sobre la confianza que podían tener en uno. En el momento menos pensado, lo llamarían de la Dirección. Ellos decidirían la ocasión más conveniente para ello.
Lo que más llamaba su atención era que salvo su conciencia de sí y el hecho de sentirse, parecía como si no hubiera nadie ni nada más en la sombra espesa en que se hallaba. Su temor a violar la disciplina venció por un tiempo su deseo temprano de gritar para llamar a alguien. Después, su necesidad de compañía venció sus aprensiones y llamó con todas sus fuerzas a quien pudiera escucharlo, sin obtener siquiera la respuesta de su eco. Lo hizo una y otra vez, muchas veces, con largos intervalos de tiempo entre una y otra ocasión, hasta que se cansó y resolvió no volver a insistir. Nunca tropezaba con nada ni sus manos encontraban ningún tipo de objeto. No tenía referencias para saber en dónde estaba el norte o el sur, y no podía saber si estaba arriba o abajo. Eso mortificaba especialmente su ánimo, pues tantos años de guerra lo habían habilitado para orientarse aun en la más oscura de las noches, hasta el punto de ser capaz de regresar por la misma ruta sin haber encendido una sola vez la linterna. Aquí tenía que reconocerse absolutamente perdido, pues no tenía la menor idea de a partir de cuál punto había empezado a deambular. A la molestia de no toparse ninguna cosa, se añadía la de no poder captar el transcurrir del tiempo. Allí no había días ni noches, mañanas ni tardes, inviernos ni veranos. Tampoco sentía que le crecieran las uñas, ni el cabello, nunca había tenido barba, luego no podía saber cuánto tiempo llevaba allí. No le valió llevar la cuenta de las veces en que se acostaba a dormir, porque el sueño se tenía con frecuencia unas veces y otras tardaba mucho en manifestar sus afanes. Incluso, si se quedaba en silencio, no podía distinguir con certeza si estaba despierto o no. Sólo esperaba que la explicación que le dieran los de la Dirección compensara la paciencia de que hacía gala. Se felicitaba por haber sido siempre un hombre de pocas palabras, pues pensaba que si hubiera sido uno de esos que necesitan estar hablando a todas horas, seguramente ya se habría vuelto loco. De lo que sí tenía la certeza era que su estadía en aquella oficina de tránsito, como había resuelto llamar su estado, se estaba prolongando mucho más allá de cualquier cálculo. Y sin posibilidad de terminar la biografía de Camilo que tenía pendiente. Ésta hubiera sido la oportunidad para leer ese y otros libros.
Pensaba en eso, cuando le pareció ver una mariposa brillante que en forma fugaz voló nítida a una distancia no muy lejana. Era la primera vez que podía calcular una distancia, lo que le abrió enseguida las puertas a su curiosidad. La mariposa, o lo que fuera que se le parecía, se mostraba y luego volvía a desaparecer, unas veces a la izquierda, otras a la derecha. Romaña, intrigado, quiso acercarse a ella, pues su vuelo mas bien era suave y lento. Caminó hacia allá. Como sus pasos no producían ruido alguno, estaba seguro de no asustarla. Por su parte, la cosa que volaba detuvo su movimiento y quedó fija como si flotara en el aire. Entonces le pareció a Romaña que en realidad no era una mariposa, sino un par de cocuyos gemelos que danzaban tomados de sus patas. Al arrimarse más, percibió que aquellos foquitos también lo habían detectado a él y que se le aproximaban. Se le situaron a unos 50 centímetros, justo a la altura de sus ojos, apagándose por instantes pero brillando de nuevo enseguida. Romaña comprendió que se trataba de otra persona y que lo que había estado siguiendo era su parpadeante mirada. Apenas le dijo: “Buenas”, escuchó de inmediato una voz familiar que le respondió: “¡Jefe! No sabe cuánto tiempo llevaba buscándolo, mi hermano”. Emocionado, Romaña se lanzó a los brazos del otro, que no veía pero sabía que estaban allí, y abrazándose a él exclamó: “¡Anibal! ¡Negro! ¡Es un gusto encontrarlo!” Diez segundos después, el par de guerreros lloraban felices por volverse a encontrar, y se contaban atropelladamente todas las desventuras soportadas tras su caída en aquel laberinto. Más calmados, se sentaron en el suelo y continuaron su conversación. Anibal advirtió que no tenían ningún afán, pues si querían podían quedarse hablando allí para toda la eternidad: “Estamos muertos, Jefe. Hace ya mucho que abandonamos el mundo”. Romaña no quiso creerle. “Yo que le digo, mi hermano. A mí ya me lo confirmaron”, insistió el negro. Romaña discutió: “Pero ¿Cómo? Si estuviéramos muertos no estaríamos aquí hablando, ni sentiríamos nuestros cuerpos al tocarlos. ¡No somos almas!” Anibal respondió: “Tal vez no seamos almas, pero lo que sí somos es finados, Jefe. Créale al negro cuando le dice”. Romaña empezó a recordar. Claro, se dijo en silencio. Si al negro lo mataron cuando estaba con la Franco por el Opón. Y eso hace meses ya. Entonces pensó que estaba dormido y que soñaba. En la Escuela había aprendido bien que la muerte era la interrupción definitiva del funcionamiento del organismo y que sin éste no existía pensamiento, ni sentimientos, ni nada. Luego hallarse conversando Anibal carecía de lógica. El negro siempre se dormía en clase y por eso no había aprendido. Eso lo explicaba todo. Anibal interrumpió sus cavilaciones: “Sé lo que piensa, Jefe. Pero acuérdese de una cosa: los revolucionarios nunca mueren, aunque destrocen sus cuerpos”. Romaña quedó mudo. El argumento había sido contundente. Anibal agregó: “Nuestra tarea es contribuir a mantener en alto la moral de los muchachos”. Romaña se sorprendió con el alud de recuerdos que se precipitó a su mente. La carrera del civil en la Cooperativa y el grito: “¡Viene gente uniformada! ¡Y armada!” La balacera que siguió. Se vio a sí mismo como en un video, rodilla en tierra cubriendo la retirada de los demás. Y su decisión: “¡Aquí me hago matar, pero los civiles salen!” Lo comprendió todo. Había caído combatiendo. Anibal prosiguió: “Los que morimos para que los demás vivan, ganamos el derecho a continuar”. Romaña balbuceó: “Explíqueme el resto negro”. Anibal lo atendió: “Después de vagar por las tinieblas también hallé unos ojos. A mí me explicó todo Sandra, la del 12. ¿La recuerda? En adelante, cada uno será el espíritu guardián de la región donde cayó. Ahora que lo encontré a usted, Jefe, puedo cruzar otra vez el Magdalena y situarme en el Opón. Ya casi me voy. Romaña preguntó: “¿Con quién voy a encontrarme yo?” El negro respondió: “Con otro del mismo Frente, hay alguien que espera por usted”. Romaña interrogó: “¿Miryam?” “¿Y quién mas iba a ser?” Repostó Anibal. Y añadió: “Sandra me dijo que Miryam no aceptaría a ningún otro y que si usted también la prefería a ella, iban a dejarlos juntos para que cuidaran de la región del Nordeste”. Romaña se sintió poseído de una violenta ansiedad. Preguntó: “¿Cuándo me encuentro con Miryam?” El negro aclaro: “Después que me prometa una cosa Jefe. Ustedes van a ayudar a los guerreros vivos para que puedan conservar a su lado la pareja que aman”. Romaña contestó: “Eso es lógico. No tiene discusión”. Y picado por la curiosidad preguntó a Anibal a qué se había comprometido él. No pudo ver la sonrisa del negro, pues el vicio de fumar había cubierto su dentadura de una película que le impedía brillar. Pero Anibal estaba más que complacido. “La misión principal es mantener viva la llama de la esperanza en la conciencia de los combatientes, Jefe. Ellos nunca nos verán, pero sentirán nuestra presencia. Lo de la promesa es un favor al que tenemos derecho. Yo voy a ayudar a los guerreros vivos para que nunca les falten los cigarrillitos, mi hermano. Los días en la Franco fueron difíciles”. Romaña preguntó: “¿Entonces yo hubiera podido comprometerme a otra cosa?” Anibal respondió: “¡Claro! Pero ya no. Ya me hizo una promesa”. Romaña argumentó: “Pero fue una viveza suya negro. No me dijo que podía escoger”. El negro exclamó: “¿Y se arrepiente de lo que dijo?” “No. Eso está bien. ¡ Pero ni en la otra vida deja usted de ser tramposo, negro!”, le replicó Romaña riéndose de la inagotable malicia de su interlocutor. Éste le dijo: “Lo que pasa Jefe, es que a la gente hay que ayudarla en sus cositas. Ustedes sólo piensan en la política. El negro poco entiende de eso, pero mis mafias son buenas. El negro siempre ha sido firme con su gente”.
Romaña lo abrazó y se despidió de él: “Gracias por todo, negro, me voy a buscar a Miryam”. Tras la calurosa despedida de Anibal, Romaña echó a andar sin ningún rumbo. Entre semejante oscuridad le era imposible saber a dónde dirigirse. Sentía una felicidad enorme. Había muerto como caían los guerreros, combatiendo. Había ganado el derecho a la eternidad. Y para rematar, iba a volver a encontrarse con Miryam y a seguir con ella para siempre. Volvió de nuevo a sentir la opresión del silencio y de la ausencia de las cosas. Al cabo regresó su inquietud por no poder determinar el transcurso del tiempo. Cuando ya comenzaba a desesperar, divisó a lo lejos el aleteo de una mariposa dorada. Seguro de su significado se abalanzó hacia ella en veloz carrera. No fue sino abrazar a Miryam y la oscuridad desapareció enseguida. Desde lo alto, en medio de una atmósfera infinitamente azul, vieron los dos cómo los rayos del sol iluminaban la margen izquierda del Río Magdalena. Y como si fuera un mapa, empezaron a localizar sobre el terreno los sitios conocidos. Sus ojos, un poco encandilados aún, distinguieron el valle del Río Cimitarra, las ciénagas, las montañas tapizadas de verde, el barro rojizo de las minas, los pastizales de los potreros. Buscando con más detalle, descubrieron una columna guerrillera que avanzaba por entre la selva. Se acercaron a ellos. Reconocieron su gente. Miryam tomó de la mano a Romaña y le susurró al oído: “Vamos. Marchemos siempre con ellos. Nuestra tarea nos espera”. Romaña asintió, recordó a Anibal y dejó escapar una carcajada de alegría.
Montañas del Nordeste, primavera de 1.997.
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2) El umbral de la felicidad

Por GABRIEL ANGEL, poeta y guerrillero de las FARC-EP
Montañas del Magdalena Medio, 19 de mayo de 1.998
A
 papá
Solamente dos varones eran admitidos dentro del convento de aquella comunidad religiosa. El primero, Antonio, era un hombre delgado, bastante entrado en años, de cabello cano y maneras solemnes, quien por obra de tantos años de trato con las sucesivas madres superioras que ocuparon la dirección del claustro, había adquirido un tono de voz semejante a susurros y una mirada de ojos nerviosos notablemente sumisa. Su función era la de portero y mandadero, una especie de vínculo ocasional entre el conjunto de mujeres consagradas de por vida a la oración y al culto a Dios, y el mundo exterior al que habían renunciado para siempre. Por su talante servicial, casi rayano en la abyección con las prioras, resultaba odioso para muchos de las novicias, quienes veían en él una especie de delator, siempre presto a informar a la Superiora cualquier indicio de comportamiento irregular, hombre a quien no podían confiar absolutamente ningún secreto, algo grotesco y odioso. Por el contrario, el jardinero del convento, a quien se ubicó en una celda del primer piso de la edificación, era casi un muchacho. No muy alto, de escasos 22 años, blanco, cabello perfectamente negro y liso peinado hacia atrás, de facciones bellas, imberbe aún y de trato amable y grato, se había ganado las simpatías de todas las religiosas, por quienes, no obstante tener una relación muy ocasional y fugaz, siempre estaba dispuesto a correr el riesgo de traer de afuera y entregar de manera clandestina cualquier encargo o razón. Sus salidas del convento eran mucho menos frecuentes que las de Antonio, pero se le permitía de vez en cuando ir de visita a la finca de sus padres, una familia de campesinos pobres que vivía en una vereda próxima a la del convento, en aquella región de cordilleras abruptas, de clima frío y en la que llovía con frecuencia. Juan, como se llamaba el jardinero, apenas tenía la cultura elemental que le había suministrado una maestra rural durante los únicos 4 años de educación primaria a que tuvo acceso, antes de que su padre resolviera que ya era tiempo de que se sumara a las tareas agrícolas de su pequeña propiedad. Era sí muy diestro en todas las labores del campo. Desde ordeñar cabras, sembrar papa y maíz, lidiar con bestias de carga, manejar el azadón y el machete, cultivar flores y trabajar la madera con destreza. Por recomendación de un antiguo alcalde conservador del municipio, a quien su padre apoyaba fielmente en épocas electorales, había logrado obtener su empleo en el convento. Las relaciones de las sucesivas madres superioras con el jefe conservador local se fortalecieron desde cuando supusieron un peligro en el hecho de que en las 4 últimas elecciones presidenciales hubiera ganado siempre el partido liberal. Desde la primera vez, hacía 15 años, se había empezado a oír que donde quiera que las alcaldías eran ocupadas por liberales, los mismos alcaldes iniciaban acciones de violencia contra los conservadores que habían estado antes en el poder durante casi medio siglo, y que en esa persecución eran incluidos los curas y las monjas por haber estado tan ligados al anterior régimen. Aunque eso no había ocurrido en ese municipio, el jefe conservador, el cura y las monjas, consideraban que había que tomar precauciones. Allí el conservatismo se había impuesto abrumadoramente en las urnas, porque la gran mayoría de sus más longevos habitantes todavía conservaban en el recuerdo como un episodio personal, el triunfo en la batalla de Palonegro, y esa emoción se la habían logrado transmitir a su descendencia. Pero los alcaldes eran designados por el gobernador y éste directamente por el presidente de la república, por lo que al frente de los destinos de la localidad habían permanecido liberales todos estos años. Las superioras de la comunidad nunca habían dejado de temer un asalto al convento. Y no tenían confianza en la policía porque sabían que era gobiernista. Juan, como otros antes que él, había entrado a trabajar como jardinero en el convento, precisamente como consecuencia de esas prevenciones. Contar en el claustro con un hombre joven, fuerte y obediente, de mente sana y familia confiable, que pudiera llegado el caso hacer respetar de algunos agresores el edificio, o cuando menos que estuviera en condiciones de correr deprisa en busca de ayuda, se les había antojado imprescindible a las superioras, y una excelente idea a don Pedro, el jefe conservador local.
Juan tenía una especial habilidad natural para agradar. Su tono de voz siempre cortés y afectuoso, el hecho de nunca presentarse al convento de regreso con las manos vacías, sino con algún obsequio para la madre superiora, que podía ser un queso, una arepa grande de maíz, un Cristo tallado pacientemente en madera, o un tarro de arveja verde ya desgranada, o para las monjas de manera subrepticia, a quienes fascinaba la cuajada con panela, la miel de abejas o los dulces que hábilmente preparaban su madre y sus hermanas, sumado todo a su actitud cómplice con las sencillas veleidades que se permitían algunas novicias, de las cuales ni una sola vez había informado a la priora, lo tenían convertido en la nota alegre y simpática de aquel encierro lúgrube y aburridor. Fueron esas circunstancias las que le permitieron un día en que se ocupaba de cuidar las flores con dedicado esmero, acariciar la mano a Sor María de los Angeles, quien había sido enviada por la madre superiora al jardín a pedirle un atado de rosas para adornar su habitación. Ocurrió cuando ella se le acercó y le señaló con el dedo índice las flores que quería que él cortara. La novicia retiró su mano deprisa e intentó un reproche instantáneo con la mirada. Pero no dijo una sola palabra. Juan poseía una expresión verdaderamente angelical en el rostro. Sus ojos negros despedían un aire tal de ternura, que María de los Angeles más bien se sintió dominada por él. Juan le pidió que no fuera a enojarse, le dijo que solamente de esa manera había podido valerse para enterarla de que entre todas las monjas del convento ella era la más linda y la única que lo atraía, y que aunque había logrado esconder sus inclinaciones por mucho tiempo, ya en ese momento le resultaba imposible contenerse y tenía que hacérselas conocer. Sor María de los Angeles lo mandó a callar y al ir a recoger con afán las rosas para marcharse de allí, se pinchó los dedos con varias espinas por lo que lanzó un pequeño quejido, dejó caer las flores al piso y se llevó los dedos a la boca para chuparse la sangre que brotó por los pinchazos. Juan recogió rápidamente las rosas y se las ofreció con delicadeza diciéndole: “Hermanita, por lo que más quiera, perdóneme. Me duele tanto que por mi culpa se haya hecho daño. Le juro que mi única intención era la de hacerla feliz a usted”. Sor María de los Angeles lo miró al rostro y leyó en él tal expresión de vergüenza y pesar que no pudo evitar conmoverse. Entonces procedió a tomar las rosas con precaución por su tallo, y sonriendo bondadosamente con gratitud le respondió en tono amigable: “No se afane tanto por eso Juan, tampoco es que se me vaya a salir el alma”. Todo el cuerpo de la novicia estaba cubierto por el hábito y sólo su rostro enmarcado por el óvalo de sus prendas permanecía al descubierto. Quizás tendría unos 18 años. Su piel era intensamente blanca y sus ojos brillaban con la tonalidad del mar. Sus facciones eran finas y hermosas. Juan se lo dijo y además le agregó que estaba profundamente enamorado de ella. Sin darle tiempo de reaccionar ante su atrevimiento, le aseguró que si aceptaba su amor, él estaba dispuesto a volarse de allí llevándola consigo para que se casaran y tuvieran muchos hijos bonitos. Sor María de los Angeles, más interesada en partir que en continuar oyendo tales blasfemias, le dijo sin embargo antes de darse la vuelta y correr en dirección al edificio, que otro día hablarían de eso. Unos días después se cruzaron otras breves palabras y Juan logró a partir de ruegos, arrancarle la promesa de acudir a su habitación en la noche, a las escondidas, cuando todo el mundo estuviera durmiendo, para que pudieran conversar con toda libertad. Llena de pánico, con la voz temblorosa, a eso de la media noche, la novicia cumplió su palabra. A partir de entonces, cada vez que les fue posible, la pareja de arriesgados enamorados se reunía en secreto para dar rienda suelta a su mutua admiración. Su amor creció como la espuma de las crecientes del río y los condujo a apresurar los planes de su huida. La prepararon todo para un día sábado. La noche previa a su escape, desnudos y adorándose con una devoción casi sublime, el par de muchachos se juraron amarse para toda la vida y dedicarse por entero en adelante a alimentar su felicidad. 
Tan sólo unos cinco segundos habrían transcurrido desde cuando sor María de los Angeles salió de la habitación de Juan, cuando éste escuchó la voz de Antonio afuera, en el pasillo, que con acento fuerte preguntaba: “¿Quién va ahí?” Y lo oyó agregar de inmediato: “¡Espere! ¡No corra!” Con el alma en vilo alcanzó a distinguir el sonido de los pasos en carrera de María de los Angeles hasta donde comenzaba la escalera y sintió que el susto lo paralizaba. Casi enseguida oyó que se aproximaban hasta su puerta unas pisadas y uno a uno sintió los golpes que Antonio daba en ella como si se los estuviera dando a él en el corazón. Lo escuchó gritar: “¡Juan! ¡Ábrame! ¿Quién era la novicia que acaba de salir de aquí?” Optó por no atender ninguna de sus preguntas, a pesar de su larga insistencia en repetirlas. Al fin oyó que se marchaba. El resto de la noche estuvo llena de horror para él. Sólo lo reconfortaba la certeza de que Antonio no había podido saber cuál de las monjitas había estado encerrada con él. Y se juró que por boca suya jamás se sabría. Nunca le pareció tan demorada el alba. A la mañana siguiente Juan caminó con la angustia de un sentenciado a muerte hacia la oficina de la madre superiora. Su palidez y el aire supremo de tristeza en los ojos eran las manifestaciones más evidentes del inmenso sufrimiento que lo embargaba. Dos pasos atrás de él caminaba Antonio, quien con mirado acusadora e inquisitiva había ido a buscarlo en nombre de la priora. El interrogatorio de la madre superiora fue implacable. Sus amenazas también. Le habló del tremendo pecado mortal en que se hallaba y como el alma suya y la de la impía estaban condenadas al infierno. Le juró hacer caer sobre él todo el poder del señor Pedro. Profirió cuanta advertencia se la vino a la cabeza. Pero Juan no abrió la boca una sola vez. Su consciencia estaba en otra parte. Viajaba por los límites infinitos del dolor y la desesperación. Comprendía que había perdido a su María de los Angeles para siempre, que ni siquiera iba a poder verla una sola vez más. Una terrible tempestad ocurría en su interior. Sentía que iba a morir por causa de aquel dolor y hasta lo deseaba. En algo más de un mes Juan había conocido los dos extremos del par de sentimientos más profundos que puede experimentar el alma humana, el del amor que crece y el del amor que muere. Era demasiado para su noble naturaleza. Cansada por averiguar inútilmente por el nombre de la novicia pecadora, la madre superiora soltó al fin su veredicto: “Está expulsado del convento, Juan. Jamás volverá a poner un pie en esta casa de oración que ha mancillado. Y ninguna de las novicias saldrá de aquí nunca. Márchese. Ya hablaré con don Pedro”. Aquellas palabras le sonaron a Juan peores que una condena a muerte. Cuando la reja del jardín se cerró a sus espaldas, una amargura desconocida hasta entonces por él amenazó con ahogarlo. Respiró por última vez la fragancia de las flores que tanto había cuidado y por primera vez desde la impresión de la noche anterior, como no le ocurría desde hacía muchos años cuando dejó de ser niño, un par de lágrimas comenzó a rodar por sus mejillas. Al caminar como un autómata, las lágrimas se hicieron más abundantes, y desde su pecho subió hasta su garganta un gemido de dolor. Con el codo derecho en alto, Juan tomó el camino intentando contener las lágrimas con el dorso de su mano y quejándose como una cría. Sólo hasta el día siguiente, hambriento pero sin el menor deseo de probar alimentos, se presentó a su casa. A su padre le dijo apenas: “Me echaron del convento. Volveré a trabajar con Usted”. Poseído completamente por la amargura, se hizo el juramento de vengarse de Antonio. Para ello se llevaba todos los domingos un enorme cuchillo debajo de sus ropas y se ubicaba a una prudente distancia del convento vigilando la salida del delator, con el ánimo de sorprenderlo solitario cuando se dispusiera a ir al pueblo. Pero el maldito no le dio el gusto. Debía haber cambiado el día en que acostumbraba a salir porque Juan nunca pudo topárselo. Unos dos meses más tarde, con el alma destrozada y sin esperar nada de la vida, Juan decidió bajar al caserío. Allí fue enterado de que don Pedro necesitaba hablar con él. Entró a su casa temeroso de la reprimenda, pero para su sorpresa el jefe no le reprochó nada. Tras preguntarle por su padre y hacerle saber que estaba enterado de su aventura en el convento, le dijo: “Juan, ya usted es todo un hombre. Los tiempos están difíciles y el partido conservador necesita que hombres de su confianza se preparen en el ejército. Para calmar la ira de la madre superiora y a la vez asegurar un servicio a la patria, he pensado que es bueno que usted se vaya a pagar el servicio. Presénteseme aquí el lunes preparado para marcharse”. Juan respiró aliviado cuando salió de allí. Y regresó el día señalado. Había decidido que lo más conveniente era marcharse a otro lugar, al que fuera, con tal de calmar ese dolor que amenazaba con destruirlo. Y se hizo un juramento: nunca más volvería a enamorarse de una mujer para no soportar de nuevo un martirio como el que vivía. Partió para el cuartel. Más pensando en arrancar de su alma el recuerdo de María de los Angeles que en complacer a don Pedro. No entendía qué significaba la patria.
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3) LA DANZA DE LAS LIBELULAS AZULES

Por GABRIEL ANGEL, poeta y guerrillero de las FARC-EP
Montañas del Magdalena Medio, 19 de mayo de 1.998
A
quella madrugada, una nube de exóticas libélulas azuladas de alas transparentes se fue posando sobre las aguas mansas del magnífico río, como si los compases musicales de alguna misteriosa melodía les estuvieran indicando cada uno de los pasos de su rítmica danza. Tras hundir por turnos su cola en las suaves olas, los alargados insectos de ojos gigantes se elevaban en el aire, revoloteando inquietos a la vista del vigía indígena que atisbaba las orillas. Persuadido de que un fenómeno así no podía indicar nada distinto a la presencia próxima de inesperados visitantes, el nativo ocultó su cuerpo de manera tal que no pudiera ser observado desde ninguna embarcación que navegara por las aguas. Su piel canela, recubierta por el grueso barniz de color pardo usado desde la antigüedad para evadir el acoso de los mosquitos imperecederos, se confundió con la coloración natural de la jungla que poblaba las vegas desde tiempos inmemoriales. Desde allí divisó la canoa a motor que se aproximaba lentamente aguas abajo, mientras sus ocupantes examinaban la ribera como si anduvieran en busca de un sitio para desembarcar. Exactamente cuando se hallaron frente al grueso árbol situado unos 5 metros arriba de donde se ocultaba el vigía, los 4 tripulantes parecieron estar de acuerdo en que ese era el sitio más apto para su propósito. El indígena escuchó con claridad cuando el piloto preguntó al que parecía su jefe, si arrimaba la proa a tierra. Entonces, sintiendo en sus acerados músculos la señal de alarma enviada por sus nervios, estiró la mano derecha hasta tomar una flecha corta que inmediatamente acomodó con movimiento sigiloso en el arco que sostenía en su mano izquierda, y se aprestó para hacer blanco en el primero de ellos que pusiera pie en la orilla. El hombre de sombrero de alas anchas recogidas a ambos lados, bigote espeso y largas patillas que casi se confundían con una incipiente barba de varios días, estuvo pensando durante unos momentos la respuesta, como si vacilara acerca de la conveniencia de atracar. Luego respondió que no hacía falta, que bastaba con haber determinado el punto que les serviría y que era mejor regresar atrás, antes de que comenzaran a aparecer los primeros pescadores del día y pudieran observarlos. Al tiempo que el motor canoa giraba y emprendía veloz su marcha atrás, el nativo bajó suavemente el arco que había mantenido tensado por varios segundos y vio maravillado que las libélulas danzantes de un rato atrás parecían haber enloquecido, pues chocaban unas contra otras como si estuvieran disputándose el espacio en el aire, que no parecía suficiente para todas. Ante tan extraña casualidad, el vigía decidió partir de inmediato hacia el campamento escondido en donde se refugiaban los sobrevivientes de su tribu desde hacía casi 4 siglos, con el fin de comunicar lo más rápidamente posible la novedad. En su mente resonaba aún el nombre con el que escuchó que el piloto se dirigió al que parecía su jefe: “Camarada Franco”. La riña de las libélulas y aquel nombre trajeron a su ánimo una suma de presentimientos extraños. La última vez que habían coincidido cosas semejantes, la tragedia se había cernido sobre la raza de los yariguíes.
Los ojos del Cacique brillaron con una mezcla desmedida de dolor e ira en cuanto recibió el informe del vigía. No había la menor duda, el odiado Capitán Franco volvía nuevamente a deambular por las aguas del Yuma. Por una infausta determinación de sus dioses, cuando el Cacique había vuelto a reunirse con los sobrevivientes de su tribu tras su habilidosa fuga de Pamplona, a donde fue confinado con los jarretes cortados para burla de los españoles, tuvo noticia de que Yarima, la princesa adorada, la preferida entre sus esposas, jamás pudo volver con su pueblo. Los sabios hechiceros que indagaron con sus artes mágicas la razón de aquel misterio, terminaron por concluir que la dura determinación de sus deidades obedecía a que ella había sido forzada por el conquistador antes de darle muerte, y en consecuencia su sangre se había hecho impura. Desde entonces el Cacique había resuelto permanecer solitario hasta tanto no pudiera lavar la afrenta. Los hombres blancos habían arribado primero a Latocca y luego de incumplir sus promesas de amistad llevaban más de 60 años haciendo la guerra a su gente y hurtándoles todas sus riquezas. Se habían hecho fuertes en ese lugar que era la capital del reino yariguí, a la que denominaron caprichosamente Barrancas bermejas, y habían empujado los nativos a la jungla por haberse negado a aceptar su religión y su gobierno. ¿Quién podía entonces reprocharle a él y su gente la determinación de librar una guerra a muerte contra ellos? ¿Quién se atrevía a llamar saqueo la recuperación que su tribu realizaba atacando los convoyes de blancos que transitaban por el río, para obtener víveres y recursos para la guerra? ¿Acaso los extranjeros habían mostrado alguna piedad con los ancianos, las mujeres y los niños indígenas que morían apestados entre los pantanos de la selva incandescente? Si aquellos conquistadores hubieran sido fieles a las ideas que proclamaban los frailes que los acompañaban, y con las cuales estuvieron intentando adoctrinar naciones aborígenes como la suya, su comportamiento hacia los indios hubiera debido ser muy distinto. Pero no. Su desmedida ambición terminó por conducir al alzamiento yariguí. No tenían ningún derecho para haber entrado a aniquilar a su pueblo. Él y los suyos no habían hecho otra cosa que defender lo que les pertenecía desde cuando las primeras generaciones de sus ancestros subieron por el gran río desde el mar a poblar ese inmenso valle. La embestida por todos los flancos contra su tribu pretextando el ataque de ésta a un convoy conformado por 170 soldados españoles que resultaron muertos, no había sido nada más que la consumación de la más ruin de las injusticias. Y la toma como rehenes de toda su gente inhábil para la guerra por parte del Capitán Benito Franco, el golpe más bajo que cualquier rival hubiera propinado a otro en las tierras de América. Por correr en su rescate, él, el Cacique, había caído en la trampa del conquistador. Un disparo de arcabuz hecho a quemarropa por el violador jefe enemigo, lo dejó tendido mal herido en el piso y precipitó su captura. Y con ella la derrota de sus bravos guerreros. Sólo unos pocos lograron salvarse. Con mucha paciencia entonces, procedió a reagruparlos cuando pudo regresar de la cordillera emparamada. Desde entonces los conquistadores conocieron la furia vengativa, el espíritu de sacrificio y la sed de justicia que animaron cada uno de sus ataques. Sin embargo, en el fondo de su alma nativa se revolvía una aspiración que fue creciendo día a día, año tras año, siglo tras siglo, hasta convertírsele en una obsesión: tener entre sus manos al autor material de sus desgracias. Ahora, por fin, pasados casi 400 años, su enemigo se había vuelto a poner a su alcance. Por eso sus labios se abrieron con un rictus de determinación inquebrantable para afirmar que tras un siglo de quietud, esta vez iría él mismo, en persona, a dirigir el combate contra los conquistadores. Era a él a quien le correspondía atrapar a Franco.
Cuando el Cacique llegó con su partida de guerreros desnudos hasta el grueso tronco del árbol que según las indicaciones del vigía correspondía al punto elegido por los extraños como desembarcadero, tan sólo encontró las huellas de un grupo numeroso de hombres que parecía haber permanecido reposando allí durante varias horas. Siguiendo orilla arriba, la vegetación no revelaba trillo alguno. Igual sucedió cuando buscaron en dirección norte. La idea que se formó en la mente de los guerreros indígenas fue la de que tras haber llegado hasta allí por el agua, la patrulla del Capitán Franco estuvo esperando alguna cosa, y quizás tras obtenerla había continuado su viaje por el río. La expresión de decepción que apareció en el rostro de algunos que llegaron a considerar perdida la presa, se esfumó como por encanto cuando el Cacique afirmó que sentía el olor de los hombres blancos venir con la brisa que soplaba del oeste, por lo que convenía hacer el cruce del río y explorar aquella ribera con cuidado. Esa decisión implicaba violar un antiquísimo código aborigen, según el cual la orilla opuesta del río no debía ser asiento ni tránsito de su tribu, razón por la cual ningún yariguí pisaba nunca la margen izquierda del Yuma. Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo con el Cacique en que cuando se trataba de deudas de honor, éste era el máximo código al que debían atender. Tras abordar de a tres guerreros en cada una de las pequeñas canoas, el golpe de los remos fue haciéndolas avanzar silenciosamente a través de la corriente, bajo un cielo gris encapotado en el que de manera amenazante el destello de frecuentes relámpagos anunciaba la proximidad de fuertes lluvias. Cuando los indígenas sudorosos se irguieron para saltar en la playa de destino, los gruesos goterones de un violento aguacero chocaban contra sus cuerpos y convertían rápidamente en fango la mezcla pardusca de arena y tierra en la que se les hundían los pies. Esta circunstancia se tradujo en la rápida convicción de que la naturaleza se estaba interponiendo desfavorablemente a la consumación de sus planes, puesto que el invierno venía inoportunamente a desvanecer cualquier rastro que de su rumbo hubieran dejado las pisadas de los blancos en el piso. El Cacique dispuso atar fuertemente con bejucos las canoas a las ramas de los frondosos palos que crecían en la ribera, y luego ordenó buscar un lugar apto para guarecerse de la furia de las aguas que se desmandaban desde el cielo. Solamente volverían atrás cuando hubieran cumplido con el propósito que los había llevado hasta allí, así tuvieran que explorar centímetro a centímetro toda la extensión del inmenso valle que se abría ante sus ojos.
Aquello que para los criollos alzados en armas contra el imperio de la metrópoli fue siempre atribuible a la gestión de la divina providencia o a un imprevisto presente del azar, en realidad no fue otra cosa que la intervención en su favor de los imperceptibles espíritus yariguíes. Cuando desencantado de su mediocre destino en el caluroso puerto de Barrancas, el coronel Bolívar optó por insubordinársele a su jefe francés Labatut para lanzarse a reabrir la navegación por el Río Grande de la Magdalena, el Cacique y los suyos, que se hallaban por entonces explorando aguas bien abajo de su tierra la posibilidad de infligir un daño certero a los conquistadores, una vez enterados de los audaces propósitos del caraqueño desterrado, determinaron hostigar de tal modo las guarniciones españolas, que el naciente héroe las fue encontrando vacías. Alguna razón tendría el futuro Libertador para considerar que el abandono apresurado de los aterrados españoles que corrían hacia Ocaña, obedecía al empuje de sus armas y al efecto de su propaganda desestabilizadora. Otro habría sido su razonamiento si hubiera llegado a conocer de la invisible intervención nativa. El Cacique siempre encontró la manera de deslizarse subrepticiamente entre las filas de las tropas del rey para propinarles golpes inesperados. De allí su perfecto conocimiento de las corrientes de agua, de cada uno de los pantanos de las vegas, de las orillas y desembarcaderos de las ciénagas. Y cuando supo que el último Virrey, en una fugaz ausencia suya de la ribera del Yuma, había descendido por el río y se había marchado a España para nunca volver, sintió como suya la victoria. Sin embargo, observó descorazonado que una decena larga de años después, aquel general victorioso, a quien siempre acompañaron abrumadoras manifestaciones de afecto, bajaba casi solitario y enfermo en busca del exilio, en medio del desprecio e indiferencia de cuantos lo habían aclamado en sus tiempos de gloria. Aquel suceso habría de despertar entre los de su raza y en él mismo, una desconfianza irremediable hacia los hombres que se habían hecho cargo de las cosas después de que fueron vencidos los españoles. Y aunque alguna que otra vez, tomó la decisión de intervenir en sus disputas internas cuando le pareció que uno de los bandos se hallaba en verdad animado por una causa justa y libertaria, terminó por adoptar, casi medio siglo después, la resolución de abstenerse para siempre jamás de inmiscuirse en sus desquiciados conflictos. Sólo una razón muy poderosa y de sobrenatural importancia lo llevaría a alzarse de nuevo en pie de guerra. Mientras tanto, sus hombres almas patrullarían las aguas del Yuma para ayudar a que los escasos descendientes mortales de su tribu, defendieran su inexpugnable territorio de las nuevas hordas de buscadores de quina, tagua, raicilla, perillo y maderas. La persecución, el olvido, las plagas y el hambre, borraron de la faz de la selva las últimas semillas de los yariguíes vivos, justo cuando las compañías norteamericanas iniciaban la explotación de aquellas riquezas en aceite negro que siempre pertenecieron a los aborígenes. Entonces en el ánimo del Cacique y en el del puñado de guerreros que lo acompañaban desde 3 siglos atrás, renacieron los sentimientos de rebeldía. Pero solamente cuando el vigía indígena vino con la noticia de que el Capitán Franco navegaba cauteloso durante el amanecer por las aguas del Yuma, supieron los nativos que era esa, sin lugar a ninguna duda, la señal por tanto tiempo esperada para iniciar nuevamente el alzamiento.
Los guerreros asentían con respetuosos movimientos de cabeza cada una de las indicaciones que recibían del Cacique para adelantar su labor de rastreo. Y las cumplían sin ninguna variación, cruzándose entre sí miradas que reflejaban la sincera admiración que sentían por los conocimientos de su jefe. Jamás erraba en una apreciación y sus advertencias siempre se adelantaban a la aparición de los peligros. Sabía interpretar el vuelo de las aves, los rumores del viento, la gruesa voz de las tempestades, el tintineo de la luz de los cocuyos, el canto de los grillos en la noche. Por ello los guió con seguridad por entre aquel laberinto de brazos del río, caños, bajos, montículos, pantanos, ciénagas y numerosas islas dispersas escondidas de la vista por arbustos y tapones, en un avance lento de muchos días, penetrando cada vez más en aquella manigua habitada por manatíes, caimanes, garzas azuladas, peces de todas las clases, nutrias, ponches, tortugas, víboras, venados y mil especies más arrulladas por el zumbido incesante de millones y millones de mosquitos furiosos. Ahora, iluminados por la claridad de una enorme luna blanca, los 6 guerreros que acompañaban al Cacique mientras los demás aseguraban otros puntos, rodeaban el rústico rancho de palma hasta donde los había conducido su paciente búsqueda. Adentro, protegido con un toldo de seda negra, dormitaba profundamente, tendido en un camastro construido con materiales del monte, el hombre que con tanta ansiedad habían seguido. A su lado, sobre una mesa fija de varas atadas con bejucos, se hallaban un largo fusil F.A., unas cartucheras al estilo bandolera, un puñal acerado largo y pesado, una camisa, una franela y un sombrero de alas anchas recogidas. El Cacique cruzó solo la puerta sin hoja, y clavó sus ojos en el cuerpo que dormía. Unas botas de caucho con los calcetines dentro, estaban cuidadosamente colocadas al lado de la cama. Su ocupante se había acostado con el pantalón puesto, dejando caer su cuerpo sobre una carpa de lona. Una toalla enrollada bajo su cabeza le hacía las veces de almohada. Dormía boca abajo, con un brazo estirado en un costado y el otro formando un ángulo recto con su torso a la altura de la cabeza. El Cacique recordó que el Capitán Franco lo había herido a él por la espalda antes de darle captura y sintió deseos de hundirle entre las costillas la filosa daga que empuñaba en su mano derecha. Pero se detuvo a tiempo. Quizás le ocasionaría una muerte rápida y él no había esperado todos esos siglos el momento de su venganza como para cumplirla tan deprisa. Su enemigo tendría que padecer un sufrimiento largo y estar por completo enterado de quién lo ejecutaba y por obra de qué razones. 
En algún recoveco de la memoria de Franco, permanecían insertados los vagos recuerdos de cómo se había iniciado para él aquella guerra. Tal vez tendría 6 años cuando escuchó a su padre decir con decepción que el doctor Gaitán había perdido las elecciones para la presidencia y que los godos habían vuelto al poder. Después arreciaron las versiones de escandalizados parientes y visitantes que llegaban constantemente a la finca, según las cuales los amigos del gobierno habían emprendido una persecución implacable contra el partido liberal. En su mente habitaba nítida la imagen del semblante horrorizado de su padre, cuando un tiempo después revelaba al resto de la familia que el caudillo había sido asesinado en la capital. Desde entonces el mundo y su vida se transformaron por completo. Era como si la locura se hubiera apoderado de todos los hombres. Hordas de criminales que acompañaban a los chulavitas desolaban regiones enteras y la gente huía despavorida abandonándolo todo. Se oía de muertes horripilantes, de saqueos, de incendios, de miedo. Él mismo no alcanzaba a explicarse cómo había sucumbido la vida familiar en el hogar paterno, pero sí recordaba que se hallaba escondido con uno de sus hermanos mayores, pasando la noche en un rancho solitario rodeado de monte, cuando fue despertado por un tropel de asaltantes que cayeron por sorpresa sobre ellos disparando indiscriminadamente sus armas. En medio del fuego cruzado oyó la voz de su hermano que le ordenaba saltar por la ventana y escapar deprisa. Aquel “¡Corra Gilberto! ¡Corra! ¡No se deje agarrar!”, fueron las últimas palabras que escuchó decir a uno de su misma sangre. Cuando huía en la oscuridad sintió un violento golpe en la espalda que lo arrojó de bruces al piso. La llamarada roja que se encendió al arder el rancho quizás con su hermano muerto adentro, le sirvió para orientarse entre los arbustos por donde se arrastró pegado al piso, sintiendo que la sangre le bañaba el cuerpo después de rodar por su camisa abajo. Cuando volvió en sí, se encontró bajo el cuidado de una gente que no conocía y que vivía escondida entre la montaña. Eran hombres, mujeres y niños como él, a quienes protegían un puñado de campesinos armados con carabinas, escopetas y revólveres, que de cuando en vez salían a comisionar contra el ejército, la chulavita y los pájaros, de donde regresaban con armas recuperadas en combate y más deseos de pelear. Era la guerrilla que espontáneamente se formaba para hacer frente a la agresión. Un tiempo largo después, cuando estuvo por completo repuesto de la herida de bala que recibió aquella noche, Franco, como se llamó en adelante, empezó a sumarse a las acciones de retaliación y defensa que realizaban esas gentes perseguidas. Nunca más había vuelto a ser sorprendido por cuanto había aprendido y hecha suya la sentencia según la cual quien tiene enemigos no duerme. Por eso ahora, que era obligado a caminar con las manos atadas a la espalda y una mordaza que le impedía hablar, se preguntaba furioso qué se habían hecho los centinelas encargados de la guardia en su campamento, y cómo era posible que aquel grupo de extraños asaltantes hubiera llegado hasta su isla extraviada y se hubiera apoderado de él sin quemar un solo disparo. Además aquellos hombres ni siquiera poseían armas de fuego, sólo arcos, flechas, lanzas y rústicos puñales que parecían tallados en hueso. Cuando sintió que varios brazos como tenazas lo reducían a la impotencia en su propio lecho sin darle oportunidad de reaccionar mínimamente, había oído claramente la voz de uno de ellos que le decía con firmeza: “Ahora nos perteneces, Capitán Franco. Yarima y los demás guerreros podrán descansar.” Salvo su nombre, ninguna de tales palabras había tenido para él algún sentido. Sin embargo, al escucharlos dialogar entre sí en una lengua que no conocía, y tras reparar con mayor atención en su apariencia, llegó a la conclusión de que sus captores eran indígenas. Pero se preguntó por qué habían venido por él, y cuál era la razón por la que parecían querer consumar con su vida una venganza. Al salir a la orilla de la ciénaga tras dar un largo rodeo, la luz de la luna los iluminó por completo. Fue en ese preciso instante cuando el Cacique observó la cicatriz en la espalda de su prisionero, y sintió una violenta sacudida interior al reconocer que era idéntica a la que él mismo llevaba en la suya, causada por la herida que le propinó el español hacía siglos. Seguro de que sus voces ya no podrían ser escuchadas por los demás hombres de Franco, el Cacique dispuso quitarle la mordaza para averiguar por el origen de aquella seña. Aunque la pregunta le pareció absurda, Franco tuvo la seguridad de que de su respuesta dependía su suerte y procedió a relatar detalladamente la historia de su infancia. Al concluir agregó: “Ocurrió hace 30 años, en tierras que están muy arriba por el río grande, y que llaman Tolima, donde habitaron antiguamente las comunidades guerreras de los pijaos. Yo siempre me he sentido descendiente de ellos.” El Cacique lo reparó de arriba abajo. Realmente este hombre no tenía aspecto de español y más bien, poseía en el rostro huellas de rasgos aborígenes a pesar de tener su piel tan cerrada de barba. Con un gesto severo ordenó a sus acompañantes liberarle las manos. Franco se encontró frente a frente con el Cacique y las miradas del par de hombres permanecieron clavadas fijamente entre sí. La presencia apabullante y magnífica del indio inspiró en el guerrillero la sensación de hallarse inexplicablemente ante una aparición sobrenatural. Por su parte, el Cacique tuvo la impresión de que aquel hombre poseía la templanza y la nobleza características de los guerreros curtidos en largas y justas luchas. Fue él quien rompió el prolongado silencio al afirmar con tono amistoso: “Conocí a ese Gaitán que tú nombras. Estuvo más de una vez en Latocca y navegó por el Yuma a los poblados vecinos, siempre al apoyo de quienes reclamaban derechos. Todos lo seguían y amaban. Jamás vi tumultos tan grandes como los que produjo su muerte.” Tras una pausa, prosiguió como si invitara a hablar a Franco: “Creí que tras la entrega de Rangel las guerrillas se habían terminado”. Aunque Franco procuraba en su mente hallar una interpretación sensata a la delirante situación que soportaba, entrevió tras aquellas palabras que el peligro había cesado para él. Recuperando su aplomo, respondió: “Regresemos al campamento. Allá hablaremos de eso”. El Cacique asintió y todos iniciaron la vuelta atrás bajo la luz de la luna.
Iluminados por un par de velas y acomodados en forma dispersa al interior del rancho que habitaba Franco, los indígenas oyeron de su Cacique una vez más el relato de las penurias y rebeldías de su raza. Franco lo escuchaba atónito. La escena le recordaba las extrañas historias que oyó en el Pato sobre Januario Valero. Según decían, retuvo consigo durante largo tiempo a un tal Olivar, quien practicaba una religión llamada Obra Espiritual, y le invocaba cada vez que se lo pedía, los espíritus de Stalin, Gaitán y Santa Teresa de Jesús, para que le dieran opiniones sobre su lucha. Aquellas sesiones debían ser muy parecidas a lo que él vivía realmente con estos yariguíes venidos de ultratumba. Pero lo comprendió todo cuando el Cacique explicó lo de la venganza con el capitán español. El ansia de justicia de los pueblos lo hacía todo posible, eso lo sabía él mejor que nadie. Entonces pasó a contar a aquellos seres admirables que lo seducían por su constancia, la historia de las columnas de marcha del sur del Tolima y su dispersión hacia Marquetalia, Riochiquito, Villarica y Sumapaz. El drama de las 5.000 familias atacadas sin misericordia en las montañas de Galilea por orden de Rojas Pinilla, y su diáspora final hacia el Duda, el Ariari, el Pato y el Guayabero. Él mismo se había transformado de niño en hombre durante todos esos años sin haber conocido jamás tiempos de paz. “Igual que les sucedió a Ustedes, los pretendidos amos se obstinaron en que formábamos unas repúblicas aparte, a las que había que someter a cualquier precio. Y nos agredieron violentamente por aire y tierra. Yo estaba en el Pato, allí tuvimos que enterrar más de 100 muertos, en su mayoría niños, mujeres y ancianos. Los que no fueron asesinados con villanía por las tropas, fallecieron por el hambre y las inclemencias del tiempo. Los bandidos de uniforme se robaron centenares de niños, se apoderaron de nuestros haberes, convirtieron en cuarteles las escuelas de la región. Por eso nos rebelamos, para jamás dar ni pedir cuartel hasta conquistar el poder para el pueblo”. Los ojos de Franco brillaron intensamente, y su voz, que apenas lograba contener la inmensa ira con que hablaba , tuvo dificultad para seguir brotando. Todos los indígenas se habían puesto de pie al oírlo. Era como si estuvieran siguiendo otra versión de su propia epopeya. Fue cuando el Cacique le dijo: “No hace falta que sigas. Nuestros ancestros han obtenido por fin la redención. Tu y los tuyos pueden seguir en estas tierras y contar con nosotros hasta la victoria”. Franco y Pipatón se fundieron en un fuerte abrazo. Amanecía. Los primeros rayos del sol levantaban de la selva el eco maravilloso de la vida. Bandadas de patos silvestres, garzas y pájaros multicolores cruzaban veloces por el cielo. Una nube de exóticas libélulas azuladas de alas transparentes revoloteó por los alrededores del rústico rancho, como si los compases musicales de alguna misteriosa melodía les estuviera indicando cada uno de los pasos de su rítmica danza.
FIN